Labrando el Erial

Erial: Dícese de una tierra o de un campo sin cultivar ni labrar.







Hay que comenzar, como todas las cosas, por un principio, y este blog pretende ser mi pequeña aportación, mi pequeña semilla para ayudar a cultivar el erial cultural en el que vivimos.



Probablemente nadie leerá nada de lo que aquí aparezca publicado, pero hay que pelear con los medios que tenemos a nuestro alcance para contribuir así a despertar las mentes aletargadas, adormecidas y aborregadas por la televisión y el utilitarismo.







miércoles, 6 de junio de 2012

El Problema de la Fundamentación de la Ética

El problema al que hay que hacer frente desde el momento que hacemos una reflexión filosófica sobre nuestro orden de vida es el hecho de fundamentarlo. Fundamentar nuestra moral para poder justificarla, para poder dar razón de nuestro modo de vivir y de comportarnos en este mundo.
El término “metaética” fue utilizado por la filosofía analítica, en aras de ponernos frente a un “metalenguaje” desde donde poder explicar las categorías lingüísticas y objetuales que constituye el lenguaje moral o ético. Sin embargo el lenguaje nunca puede constituir por sí mismo una prueba suficiente del tipo de discurso al que haya de servir de vehículo dicho lenguaje. De ahí la necesidad de “dar razones” para justificar en cada caso los juicios hechos sobre tal o cual cuestión. Pues bien, una vez liberada nuestra razón práctica de los estrechos límites impuestos por el análisis lingüístico, consideremos a la metaética como aquel espacio donde se nos permitirá reflexionar sobre lo ético, sobre las distintas concepciones de lo ético, sobre las abstracciones que se hacen de lo ético. No es lo mismo pensar la moral en términos Deontológicos (del deber kantiano), que hacerlo en términos Teleológicos (del fin Aristotélico). Cuando reflexionamos sobre estas últimas cuestiones se diría que estamos llevando una reflexión metaética, sobre el fundamento, o falta de fundamento, de las doctrinas en cuestión.

Ahora, ¿es posible fundamentar la ética? Wittgenstein en su “tractatus lógico-philosophicus” de 1921 diría “Los límites del lenguaje coinciden con los límites del (mi) mundo y dentro de ellos no hay lugar para la ética” y “Es difícil predicar la moral, pero fundamentarla es imposible”, aunque un poco más tarde, en sus célebres conferencias sobre ética (1930) encontraremos a un Wittgenstein escindido entre la necesidad y la imposibilidad de hablar de ética:

Mi único propósito (…) es arremeter contra los límites del lenguaje. Este arremeter es perfecta y absolutamente desesperanzado. La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absoluto (…), no puede ser una ciencia. Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido a nuestro conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría

Esta perplejidad wittgenstiniana puede ser entendida como un término medio entre el dogmatismo y el escepticismo a la hora de hablar de fundamentar la ética. Como ejemplos de estos extremos podemos encontrar el dogmatismo de Alasdair MacIntyre, que propugna un rompimiento con la modernidad, y sus fracasados ideales ilustrados, a la vez que insta a un retorno a la fuente de la moral aristotélica (y Tomista, en última instancia). El otro extremo sería el escepticismo (que, al fin y al cabo, no dejaría de ser otra forma de dogmatismo) de Odo Marquard. En su libro “adiós a los principios” recomienda despedirse (no menos dogmáticamente que MacIntyre) de los quebraderos de cabeza originados por el debate en torno a cuestiones fundamentales, apostando por una filosofía de la incertidumbre.

Entonces, ¿Cómo encarar el debate fundamentalista de la ética?

En el siglo XX hubo muchos intentos de dotar a la ética de una fundamentación, de ellos destacamos los de raíz Kantiana, y entre estos, a dos autores: Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas.

Karl-Otto Apel y la Comunidad de Comunicación

Apel arremete este proyecto desde la hermenéutica y el “giro lingüístico” (aunque a juicio de éste, la existencia de muchos “metalenguajes” no tendría por qué impedirnos adivinar en su trasfondo el “Lenguaje” como la forma humana de vida por excelencia, conduciéndonos a descubrir una fundamental homogeneidad bajo la primitiva heterogeneidad de estos). Apel defiende, pues, la posibilidad de trascender desde el lenguaje mismo. Por eso Apel denomina a su proyecto como un “trascendentalismo”.

El trascendentalismo clásico hablaba de un “ente trascendental” para designar al “ente” resultante de hacer abstracción de todas sus determinaciones, lo que lo convertía en un “ente particular”. En la concepción kantiana del trascendentalismo se habla de una “conciencia trascendental” para referirse a la conciencia “común”, a la abstracción hecha de las determinaciones que las “particularizan”. Apel no tendrá entonces otro remedio que emprender una transformación lingüística del trascendentalismo kantiano. Apel se apoya para ello en el pragmatismo del siglo XIX, y más concretamente en Charles Sanders Peirce, su fundador. Pierce insistirá en que el saber humano necesita, para poder ser transmitido, de la mediación de unos signos interpretables (de ahí se sigue la necesidad de un intérprete). Pero ahora bien, como lo efectivamente conocido o interpretado no coincide sin más con lo “potencialmente” cognoscible e interpretable, el interprete de debería verse epistemológicamente obligado a considerarse a sí mismo inserto en una “ilimitada comunidad interpretativa” El límite ideal de esta comunidad coincidiría con el del incremento posible del conocimiento. Si los miembros de esa “comunidad Ideal” fueran “perfectamente racionales”, llegarían, a través de un proceso de investigación, a ponerse de acuerdo sobre una “opinión final” común a todos ellos. De suerte que su consenso intersubjetivo, se convertiría en garantía de la objetividad. Pero ya que tal proceso tiene lugar en una “comunidad Real”, en condiciones de “imperfecta racionalidad”, la incertidumbre del resultado necesitará verse compensada por un “principio ético” que obligue moralmente a sus miembros a secundar aquella “aspiración de consenso”, y con ello se daría entrada a la razón práctica en el terreno de la razón teórica. Lo expuesto arriba representaría el “fundamento de la comunidad ideal de comunicación”, teoría ésta llamada a su vez a fundamentar la ética.

Apel hará del consenso de los miembros de tal comunidad el análogo lingüístico de la conciencia transcendental kantiana, esto es, de la conciencia en cuanto tal. Kant daba el nombre de “apercepción transcendental” a la auto percepción de un hipotético sujeto transcendental, cuyo “yo pienso” habría de hallarse presupuesto en todos y cada uno de sus actos cognoscitivos y cuya constitución vendría a ser el fundamento “a priori” de todos nuestros conocimientos. Para Apel, aquel sujeto ya no era individual, habría quedado transformado en “comunidad” de sujetos que idealmente se comunican entre sí para compartir conocimientos.

La relación cognoscitiva tradicional que se basaba en la relación entre un sujeto y un objeto habría pasado a basarse en una relación entre- sujetos- intersubjetiva, haciendo radicar en esa intersubjetividad la mejor garantía de la objetividad. Esta objetividad toma forma en el consenso de una comunidad de sujetos, y puesto que dicho consenso lo sería dentro de una comunidad de comunicación es imprescindible que exista un diálogo intersubjetivo para alcanzarlo.
Así entendido, nos convertiríamos en portavoces de nosotros mismos, sustituyendo el Logos “monológicamente impartido” por el Logos “dialógicamente compartido”, esto es, el Logos transformado en Dia-Logos, convertido en un bien público.

Pero, puesto que el acto comunicativo o discursivo se da en comunidades reales, con intereses contrapuestos, Apel tiende la posibilidad de que exista un acuerdo previo, una normativa previamente acordada que asegurase el carácter moralmente vinculante de todo consenso surgido de la comunidad discursiva. Pero, ¿qué clase de fantasmagórica comunidad sería esa apriorística y perfecta comunidad ideal, encargada de fundamentar los contratos vinculantes en las precarias comunidades reales? Apel salda esta objeción razonando que el “a priori de la comunidad de comunicación” es un principio regulativo, más que constitutivo de la comunidad real: “La comunidad ideal se halla de algún modo presupuesta, y hasta anticipada en la real, a saber, como posibilidad objetiva de la misma.” La distancia que separa las apelianas comunidades (la real conocida y la ideal imaginativa) quizá no sea sino la destinada a separar el SER de la primera y el DEBER de la segunda. Deber moral que no hay que ubicar en otro mundo distinto al nuestro, puesto que lo que llamamos “deber ser” se reduce a la expresión de nuestra insatisfacción con lo que este mundo “es”.

Jürgen Habermas y la Ética Discursiva

Habermas comparte con Apel su interés por las cuestiones fundamentales del discurso, pero renunciando definitivamente a la pretensión de establecer fundamentaciones últimas. En su texto “Ética del Discurso”, recogido en su libro “Conciencia Moral y Acción Comunicativa” (1983), Habermas añade a la concepción de la racionalidad como argumentación, la “lógica de la argumentación”. Esta lógica sería pragmática y estaría encargada de determinar el “valor” del argumento dado.
La validez del argumento no puede descansar en la confianza depositada en una moral establecida, vigente en nuestra sociedad, pues equivaldría a confundirlo con el correlato institucional. Para Habermas el principio de universalización kantiano, destinado a colmar nuestra aspiración de universalizar nuestras máximas morales, está más allá de la moralidad normativamente vigente.

La pregunta ¿Qué debo hacer? es para Habermas de una naturaleza muy distinta a las preguntas ¿Qué puedo hacer?, o, ¿Qué quiero hacer?, pues mientras que las respuestas a las últimas no requieren justificación por nuestra parte, la respuesta a la primera, no solo admite sino que exige una justificación por medio de razones. Así pues, “lo que debo hacer” será “aquello que tengo razones para hacer”, y, así mismo, esto es extensible a la pregunta “¿qué debemos hacer?” en el plano de las decisiones colectivas, cuya respuesta no sería otra que “lo que tenemos que hacer será aquello que tenemos razones para hacer”. Aquí es donde entraría en acción el principio de universalización kantiano formulado por medio del imperativo categórico:
 “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. Formulación monológica que Habermas prefiere reformular dialógicamente:

 “En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás, con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad”.

Pero” ¿Y qué si no hago lo que debo?”, esta pregunta de Wittgenstein, podría ser replanteada como “¿Por qué debo hacer lo que debo hacer?”, equivalente a su vez a la pregunta “¿Por qué ser moral?” Estas preguntas son las que habrían estado latiendo bajo la pretensión fundamentalista de la ética de Apel. Si para Habermas “deber hacer algo” significa “tener razones para hacerlo”, “ser moral” significaría “ser racional” y la pregunta “¿Por qué ser moral?” significaría “¿Por qué ser racional?”
Habermas no cae en la tentación de responder a esta última pregunta con la observación apeliana de que, al preguntar tal cosa, YA se están demandando razones, y YA se está dando por presupuesta la racionalidad. Ante tal pregunta, reconoce Habermas que no existe ya manera de argumentar ni de llevar la argumentación hasta sus últimas consecuencias. Y todo ello sin perjuicio de que uno mismo continúe manteniendo su opción por la racionalidad y su disposición a proseguir la práctica argumentativa. Porque quien opta por la racionabilidad no está llevando a cabo “un acto irracional de fe en la razón” sino sencillamente un acto de buena voluntad en su acepción kantiana.

Por otra parte, en el “imperativo habermasiano”, ¿Qué hemos de entender por “discursivamente”? , ¿Es tan sólo un sinónimo de “democráticamente”? Tengamos en cuenta que Habermas presta más atención a la interpretación del resultado de la liberación pública en términos de un consenso racional a lo Apel, que al simple recuento de los votos en una consulta electoral sobre el asunto debatido.

Para finalizar, es del todo necesario hacer una crítica al trascendentalismo de Karl-Otto Apel, ya que éste parece haberse olvidado por completo del sujeto, del individuo real de carne y hueso, del sujeto moral, sustituyéndolo por un fantasmagórico sujeto trascendental diluido en la Comunidad Ideal de Comunicación. Resulta muy dudoso hablar de una “conciencia moral en cuanto tal” que trascienda a los individuos, y es también imposible hablar de un SUJETO MORAL (con mayúscula), sino más bien, podemos hablar de unos sujetos morales (con minúscula) que somos nosotros.
Sin duda, a tales sujetos con minúscula les seguirá siendo posible dar y recibir entre sí razones de sus convicciones, lo que según Habermas, asegura la posibilidad de la argumentación racional en el terreno de las discusiones morales, éticas o metaéticas.

José Antonio Marín Díaz

No hay comentarios:

Publicar un comentario