Autor: José Antonio Marín Diaz
La pregunta que da título al siguiente comentario no puede hacernos sino
plantearnos seriamente que es lo que se entiende por
ética. Y ni siquiera qué es lo que se entiende, sino más bien, "QUÉ ES" la ética
para el hombre contemporáneo de acuerdo a los parámetros adquiridos hasta hoy,
desde que el ser humano comenzó a reflexionar sobre su propia vida moral y su
relación con la sociedad en la que se integra, hasta la actualidad.
La respuesta, por supuesto, no es nada sencilla.
En primer lugar, porque debemos tener en cuenta que la ética no es una
ciencia empírica, como puedan serlo disciplinas tales como las matemáticas, la
física, o incluso las ciencias naturales. Podemos intentar ahondar en sus
fundamentos, pero sería absurdo pretender explicarla por la experiencia. De ahí
que en ética no podamos sacar conclusiones con valor de "ley", sino
que a lo máximo que podemos aspirar es a hacer teoría crítica para tratar de
determinar qué es, o bien lo bueno, o bien lo debido, o bien lo justo, o bien
lo valioso, etc.
En segundo lugar, porque la ética nos habla de una dimensión moral del ser
humano. Una cuestión que entra en conflicto con cualquier tipo de cosificación
o de maniqueísmo en que podemos fácilmente incurrir cuando agrupamos a seres humanos
individuales dentro de una figura “ideal” como la del SER HUMANO (con
mayúscula). Esta última cuestión afecta fundamentalmente las relaciones que la
ética mantiene con otras disciplinas como pueda ser, por ejemplo, la psicología, de lo que trataremos a continuación.
Históricamente, la filosofía se ha ocupado de esta dimensión moral del ser desde
varios enfoques:
Aristóteles, por ejemplo, entendía la ética como un “entrenamiento “en
virtudes. Entrenando, practicando, viviendo una vida virtuosa te hacía
virtuoso. La virtud era concebida como aquella cualidad que hace valioso un
objeto o un ser, porque realiza- y lo hace bien- aquello que se espera de
ellos. Esa es la esencia de su existencia. La virtud de un cuchillo sería
cortar bien, la de un carpintero sería llegar a ser el mejor artesano de la
polis, etc. Por decirlo de algún modo más sencillo, Aristóteles sostenía que
nuestra vida tenía un fin: el de llegar a ser virtuosos, a fuerza de practicar
la virtud. Sólo así el ser humano podía ser feliz, y podía contribuir a
perfeccionar la comunidad en la que se integraba. Como vemos, de lo que se trata
es de una búsqueda de la excelencia, de un perfeccionamiento interior pero que
repercute indiscutiblemente en el exterior.
En la edad media, sin embargo, se hace una transposición del hombre a Dios. Al
contrario que Aristóteles muchos filósofos medievales entendieron que el ser
humano nada podía hacer por sus propios medios para llegar a conseguir la paz o la felicidad, mucho menos para
encontrar el camino de la virtud verdadera. Desde ese punto de vista, la
autonomía del hombre era un error y un sinsentido. Ya existía una ley
natural (heterónomamente impuesta desde arriba, por un Dios justo y bueno) que
condicionaba todo nuestro orden moral, así que no debíamos pretender ir más allá de esto.
Es a partir del siglo XVIII cuando el ser humano comienza a sacudirse estas
ideas y a emanciparse de la ortodoxa doctrina cristiana. Los nuevos ideales que
trajeron consigo el renacimiento y la ilustración desplazarían al hombre del
centro del universo. La visión geocéntrica, donde el ser humano se autoafirmaba
como la piedra angular de toda la creación, sufriría un gran revés con los
descubrimientos de Copérnico y Newton.
Es en ese momento, en ese contexto donde el hombre se siente desplazado,
cuando comienza a buscar una nueva ubicación.
Kant recogerá todas las influencias y contradicciones de la época ilustrada.
Basará su filosofía moral, no ya en un fin (telos), sino en el deber (deon).Vuelve
a colocar la autonomía humana en el centro mismo del pensamiento ético. El
hombre vuelve a ser protagonista de su vida moral. Esto tendrá unas
consecuencias importantísimas, el hombre comienza a reflexionar sobre su propia
condición, independizado ya de los hilos que lo unían a un destino impuesto
externamente.
Será precisamente entonces cuando la ética, comienza a alejarse de la
metafísica y empieza a relacionarse con multitud de disciplinas relacionadas,
en mayor o menor medida con las ciencias humanas, como podían ser la
sociología, el derecho, la antropología, la psicología, etc. Precisamente esta
última es una de esas disciplinas imbricadas en la esencia (si es que puede
tener tal esencia) del pensamiento ético.
La psicología estudia esencialmente los mecanismos que hacen que respondamos
de una determinada manera ante determinados estímulos, internos y externos.
Pero al igual que la filosofía, nunca podría llegar a ser una ciencia
empírica por cuanto que, y a pesar de todos los esfuerzos teóricos, no puede
determinar con antelación como vayamos a reaccionar o decidir ante cierta
situación. Esto es así y no podemos obviarlo, aunque la psicología introspectiva
y elementalista de W. Wundt-el cual la concebía como la ciencia objetiva de
los hechos de la conciencia- en las postrimerías del siglo XIX, tratase de
convencernos de lo contrario.
Ya a caballo entre el siglo XIX y el XX, surgieron tres grandes corrientes
teóricas que trataron de descifrar, de llegar al fondo de nuestro
comportamiento:
- La Gestalt trató de explicar en
resumen, que aquello que pensamos, lo pensamos desde un orden simbólico. Es
decir, tendemos a organizar nuestros pensamientos como “formas”, pero no como
cadenas de elementos o sucesos. Esto se
realizaría, según dicha corriente, para ahorrar espacio en nuestro sistema consciente. Por ejemplo, al
observar una fotografía, normalmente hacemos eso, “observar LA fotografía”,
como forma, como icono, y no analizamos las partes que la hacen posible- las formas secundarias, los colores, las gradaciones, la acción del fotógrafo… etc. He aquí un ejemplo de imagen gestáltica:
- El Conductismo más radical,
como pudo ser en los primeros tiempos los experimentos basados en el “reflejo
condicionado” de Paulov, o como pudo ser más tarde el de B.F. Skinner con su “tecnología”
conductista, argumentaba de un modo fuertemente determinista, que el
comportamiento podía ser modificado a través de adecuados estímulos, ya fuesen
estos positivos o negativos.
- Por último, el Psicoanálisis,
encarnado por la figura de Sigmund Freud, ahonda mucho más en las profundidades
de los sistemas pre-conscientes y conscientes de nuestra mente para abordar los
problemas que se nos van presentando en el orden del comportamiento. Freud se
valió de unas figuras simbólicas que representarían las distintas instancias en
los que estaría estructurada nuestra consciencia. El YO, el ELLO, y el
SUPER-YO, que vendrían a prefigurar un complejo entramado en el que los
pensamientos son asimilados y condicionan nuestra respuesta ante ellos. Para el
tema que nos interesa, el SUPER-YO encarnaría a esa conciencia moral, en la que
toman forma los tabús, los miedos y la autocensura. Sería este superyó el que
nos desvela la corrección o incorrección de nuestras acciones, el padre
castigador que penaliza severamente nuestros malos pensamientos, etc.
Pero, a pesar de todo, y a poco que nos paremos a observar un poco, pronto
nos daremos cuenta que estos planteamientos teóricos, nunca podrían dar unas
pautas mínimas de comportamiento (ni siquiera buscan eso), tampoco juzgan
determinadas actuaciones como correctas o incorrectas, sino que su misión se
orienta a explicar el origen de nuestras acciones una vez acometidas, es decir,
a posteriori. El por qué hemos de comportarnos de determinada manera ante determinada
cuestión sólo puede corresponderle a la ética, al pensamiento moral.
La duda surge cuando empezamos a plantearnos algo así como: “¿Entonces por
qué razón debemos hacer lo correcto?”. Kant enseguida diría que, desde nuestra
autonomía, debemos hacerlo simplemente porque es nuestro deber como seres
humanos. Aun así surgiría una nueva objeción: “¿Quién puede juzgar y decidir
qué deberes debemos cumplir?
Este problema, que viene de lejos, es una de las rocas en las que se
tropieza a la hora de intentar fundamentar la moral.
Las éticas discursivas argumentarán que el imperativo categórico kantiano
puede ser discutido dialógicamente. De ese diálogo puede salir un consenso
racional con validez universal. Pero, ¿Dónde quedaría entonces la dimensión
moral del individuo particular? Es el individuo el protagonista final de la
ética, tal como lo es en la psicología, por eso nunca puede estar tan claro que
una decisión colectiva deba ser necesariamente, por ejemplo, lo “justo” (tal
como John Rawls reclamaba). En el mismo sentido, ¿acaso no sería posible un
consenso de una gran mayoría sobre leyes injustas que perjudicaran a una
minoría? No necesitamos irnos muy lejos para constatar ejemplos palpables.
Por otra parte, para que exista esa comunidad real discursiva ¿No tendría
que existir a priori (y a lo Apel), una comunidad “ideal”?. Esta comunidad
ideal debería actuar como fantasmagoría de lo que debe ser el SER HUMANO,
marcando el verdadero orden moral a priori.
Todas estas cuestiones tienen, por supuesto, muy difícil resolución, pero
nuestro “deber” es seguir indagando sobre cual sea el comportamiento que
debemos seguir, y entender cuál es nuestra dimensión moral como individuos
particulares dentro de la comunidad. En este contexto la psicología tiene un
gran papel a desempeñar siendo como es, un estudio profundo de nuestro
comportamiento en el medio ambiente en el que vivimos.
viernes, 26 de octubre de 2012
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