Labrando el Erial

Erial: Dícese de una tierra o de un campo sin cultivar ni labrar.







Hay que comenzar, como todas las cosas, por un principio, y este blog pretende ser mi pequeña aportación, mi pequeña semilla para ayudar a cultivar el erial cultural en el que vivimos.



Probablemente nadie leerá nada de lo que aquí aparezca publicado, pero hay que pelear con los medios que tenemos a nuestro alcance para contribuir así a despertar las mentes aletargadas, adormecidas y aborregadas por la televisión y el utilitarismo.







martes, 19 de junio de 2012

Rosa Luxemburgo. Un ejemplo a seguir.

Fuente Original: Wikipedia.

Rosa Luxemburgo nació el 5 de marzo de 1871 en Zamosc, cerca de Lublin, en la Polonia entonces controlada por Rusia, en el seno de una familia de origen judío. Su padre fue Eliasz Luxemburg III, comerciante de maderas, y su madre Line Löwenstein.




Rosa Luxemburgo nació el 5 de marzo de 1871 en Zamosc, cerca de Lublin, en la Polonia entonces controlada por Rusia, en el seno de una familia de origen judío. Su padre fue Eliasz Luxemburg III, comerciante de maderas, y su madre Line Löwenstein.
Al mudarse a Varsovia, Rosa asistió a un instituto femenino (Gymnasium) desde 1880. Incluso a esa edad tan temprana, Rosa aparece ya como miembro del partido polaco izquierdista «Proletariat» desde 1886. Este partido se fundó en 1882, 20 años después de la aparición de los partidos obreros en Rusia, e inició su andadura política con la organización de una huelga general, tras la cual el partido fue desbaratado y cuatro de sus líderes condenados a pena de muerte. Algunos de sus miembros consiguieron reagruparse en secreto, uniéndose Rosa a uno de estos grupos.
En 1887 Rosa terminó la educación secundaria con un buen expediente, pero tuvo que huir a Suiza en 1889 para evitar su detención. Allí asistió a la Universidad de Zurich junto a otras figuras socialistas, como Anatoli Lunacharsky y Leo Jogiches, estudiando filosofía, historia, política, economía y matemáticas de forma simultánea. Sus áreas de especialización fueron la teoría del Estado, la Edad Media y las crisis económicas y de intercambio de stock.
En 1890, la ley de Bismarck que prohibía la socialdemocracia fue derogada, lo cual permitió que un legalizado Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) consiguiera escaños en el Reichstag. Una vez en él, y a pesar de su discurso comunista, los miembros socialistas del parlamento centraron su labor cada vez más en la obtención de ventajas parlamentarias y en su enriquecimiento personal
Rosa Luxemburgo, por el contrario, se mantuvo en sus principios marxistas. En 1893, junto a Leo Jogiches y Julian Marchlewski (alias Julius Karski), fundaron el periódico La causa de los trabajadores (Sprawa Robotnicza), oponiéndose a las políticas nacionalistas del Partido Socialista Polaco. Rosa Luxemburgo creía que una Polonia independiente sólo podía surgir tras una revolución comunista en Alemania, Austria y Rusia. Ella mantenía que la lucha debía focalizarse en contra del capitalismo, y no en la consecución de una Polonia independiente, negando por lo tanto el derecho de autodeterminación de las naciones bajo el socialismo, lo cual causaría su posterior enfrentamiento con Lenin.
Junto con Leo Jogiches fundó el Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia (SDKP), que posteriormente se convertiría en el Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia y Lituania (SDKPiL) al unirse a la organización socialdemócrata de Lituania. A pesar de vivir durante la mayoría de su vida adulta en Alemania, Rosa Luxemburgo permanecía como la principal teórica de la socialdemocracia polaca, liderando el partido junto a Jogiches, su principal organizador.
En 1898, Rosa Luxemburgo obtuvo la ciudadanía alemana al casarse con Gustav Lübeck, y se mudó a Berlín. Allí participó activamente con el ala más izquierdista del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), definiendo claramente la frontera entre su fracción y la teoría revisionista de Eduard Bernstein, atacándole en 1899 en un folleto titulado ¿Reforma Social o Revolución?. La habilidad retórica de Rosa pronto la convirtió en una de las líderes portavoces del partido. Ella denunció repetidamente el creciente conformismo parlamentario del SPD frente a la cada vez más probable situación de guerra. Rosa insistió en que la crítica diferencia entre capital y trabajo sólo podía ser contrarrestada si el proletariado tomaba el poder y se producía un cambio revolucionario en todo el contexto de los medios de producción. Quería que los revisionistas abandonaran el SPD, lo cual no tuvo lugar, pero al menos consiguió que el líder del partido, Karl Kautsky, mantuviera el marxismo en el programa del partido, incluso cuando su intención era exclusivamente aumentar el número de escaños en el Reichstag.
Desde 1900, Rosa Luxemburgo expresó sus opiniones sobre los problemas económicos y sociales en varios artículos en periódicos de toda Europa. Sus ataques al militarismo alemán y al "imperialismo" se volvieron más insistentes conforme vislumbraba la posibilidad de la guerra, e intentó persuadir al SPD de significarse en la dirección opuesta. Rosa Luxemburgo quería organizar una huelga general que uniera solidariamente a todos los trabajadores y evitar la guerra, pero el líder del partido se opuso, lo que provocó su ruptura con Kautsky en 1910.
Entre 1904 y 1906 su trabajo se vio interrumpido a causa de tres encarcelamientos por motivos políticos. Sin embargo, Rosa Luxemburgo mantuvo su actividad política; en 1907 tomó parte en el V Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso en Londres, donde se entrevistó con Lenin. En el Segundo Congreso Socialista Internacional en Stuttgart, presentó la resolución —que fue aprobada— de que todos los partidos obreros europeos debían unirse para evitar la guerra.
Por esos años, Rosa comenzó a enseñar marxismo y economía en el centro de formación del SPD en Berlín. Uno de sus alumnos fue el que más tarde se convertiría en líder del SPD y primer presidente de la República de Weimar, Friedrich Ebert.
En 1912, su cargo de representante del SPD la llevó a los congresos socialistas europeos como el que tuvo lugar en París. Ella y el socialista francés Jean Jaurès propusieron que, en el caso de que estallara la guerra, los partidos obreros de Europa debían declarar la huelga general. Al ocurrir el atentado de Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando y su mujer, el 28 de junio de 1914, y aparecer la guerra ya inevitable, organizó varias manifestaciones (por ejemplo la de Fráncfort) llamando a la objeción de conciencia en el servicio militar y a no obedecer las órdenes. A causa de esto, fue acusada de «incitar a la desobediencia contra la ley y el orden de las autoridades» y sentenciada a un año de prisión. Su detención, sin embargo, no se produjo inmediatamente, lo que le permitió tomar parte en una reunión de la dirección socialista en julio, en la que confirmó que el sentimiento patriótico de los partidos obreros era más fuerte que su conciencia de clase.

Primera Guerra Mundial


Rosa Luxemburgo en 1918.

El 28 de julio comenzó la Primera Guerra Mundial al declarar el Imperio austrohúngaro la guerra a Serbia. El 3 de agosto de 1914 el Imperio alemán declaró la guerra a Rusia. Al día siguiente, el Reichstag aprobó por unanimidad financiar la guerra con bonos de guerra. Todos los representantes socialdemócratas votaron a favor de la propuesta e incluso el partido llegó a declarar una tregua con el gobierno, prometiendo abstenerse de declarar huelgas durante la guerra. Para Rosa Luxemburgo, esto fue una catástrofe personal que incluso la llevó a considerar la posibilidad del suicidio: el revisionismo, al cual se había opuesto desde 1899, había triunfado y la guerra estaba en marcha.
Junto con Karl Liebknecht, Clara Zetkin y Franz Mehring, creó el grupo Internacional el 5 de agosto de 1914, el cual se convertiría posteriormente el 1 de enero de 1916 en la Liga Espartaquista. Escribieron gran cantidad de panfletos ilegales firmados como «Espartaco», emulando al gladiador tracio que intentó la liberación de los esclavos de Roma. Incluso la misma Rosa Luxemburgo adoptó el apodo de «Junius», tomado de Lucius Junius Brutus, el cual se considera fundador de la República de Roma.
El nuevo grupo rechazó el «alto el fuego» entre el SPD y el gobierno alemán del Káiser Guillermo II por la cuestión de la financiación de la guerra, luchando vehementemente en su contra e intentando provocar una huelga general. Como consecuencia de ello, el 28 de junio de 1916 Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron sentenciados a dos años y medio de prisión. Durante su estancia en la penitenciaría fue trasladada dos veces, primero a Poznań y posteriormente a Breslau. Durante este tiempo escribió varios artículos usando el seudónimo de «Junius», los cuales fueron sacados clandestinamente de la cárcel y publicados ilegalmente. En ellos se incluía el titulado «La Revolución rusa», en el cual criticaba ampliamente a los bolcheviques y con lúcida anticipación avisaba del peligro de que se desarrollase una dictadura si se seguía el criterio bolchevique. (Ella sin embargo continuó utilizando el término dictadura del proletariado, según el modelo bolchevique).
Fue en este contexto en el que escribió su famosa frase: «Freiheit ist immer die Freiheit des Andersdenkenden» (La libertad siempre ha sido y es la libertad para aquellos que piensen diferente). Otra publicación de la misma época —junio de 1916— fue La crisis de la socialdemocracia. En 1917, cuando los EE. UU. intervinieron en el conflicto, la Liga Espartaquista se afilió al Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (USPD), compuesto también por antiguos miembros del SPD opuestos a la guerra, fundado por Karl Kautsky. El 9 de noviembre de 1918 el USPD llegó al poder como gobernante de la nueva república junto con el SPD, tras la abdicación del kaiser Guillermo II y tras el levantamiento conocido como la Revolución de Noviembre alemana, la cual comenzó en Kiel el 4 de noviembre de 1918, cuando 40.000 marineros e infantes de marina tomaron el control del puerto en protesta por los planes del Alto Mando Naval Alemán de un último enfrentamiento con la Real Marina Británica, a pesar del hecho de que estaba claro que la guerra se había perdido. El 8 de noviembre, los comités de trabajadores y soldados controlaban la mayor parte del oeste de Alemania, dando lugar a la formación de la República de Consejos (Räterepublik), basados en el sistema de sóviets ruso desarrollado en la revolución rusa de 1905 y 1917.
Rosa Luxemburgo salió de la cárcel de Breslavia el 8 de noviembre; Liebknecht lo había hecho poco antes y había ya comenzado la reorganización de la Liga Espartaquista. Juntos crearon el periódico La Bandera Roja, en uno de cuyos primeros artículos Rosa reclamó la amnistía para todos los prisioneros políticos, abogando por la derogación de la pena de muerte. Sin embargo, el frente unido se desintegró a finales de diciembre de 1918, cuando el USPD abandonó la coalición en protesta por los compromisos adquiridos con el status quo capitalista por el SPD. El 1 de enero de 1919 la Liga Espartaquista junto a otros grupos socialistas y comunistas (incluyendo la Internacional Comunista Alemana, IKD) crearon el Partido Comunista de Alemania (KPD), principalmente gracias a la iniciativa de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Esta última apoyó que el KPD se involucrara en la asamblea constitucional nacional —la que finalmente acabaría fundando la República de Weimar— pero su propuesta no tuvo éxito. En enero, una segunda ola revolucionaria sacudió Alemania, la cual algunos de los líderes del KPD —incluida Rosa Luxemburgo— no deseaban promover, previendo que iba a acabar mal (aunque otros intentaron aprovecharse). En respuesta al levantamiento, el líder socialdemócrata Friedrich Ebert utilizó a la milicia nacionalista, los «Cuerpos Libres» (Freikorps), para sofocarlo. Tanto Rosa Luxemburgo como Liebknecht fueron capturados en Berlín el 15 de enero de 1919, siendo asesinados ese mismo día. Rosa Luxemburgo fue golpeada a culatazos hasta morir, y su cuerpo fue arrojado a un río cercano. Liebknecht recibió un tiro en la nuca, y su cuerpo fue enterrado en una fosa común. Otros cientos de miembros del KPD fueron asesinados, y los comités suprimidos.

Dialéctica de la espontaneidad y la organización

La característica central de su pensamiento fue la dialéctica de la espontaneidad y la organización, en la cual debe considerarse la espontaneidad como a un acercamiento radical (o incluso anarquista), y la organización como un acercamiento más burocrático o institucional a la lucha de clases. De acuerdo con esta dialéctica, la espontaneidad y la organización no son dos cosas separadas o separables, sino diferentes momentos del mismo proceso, de forma que uno no puede existir sin el otro. Esta visión teórica surge de la lucha de clases elemental y espontánea; y gracias a estas perspectivas es como la lucha de clases se desarrolla hacia un nivel superior.
La clase trabajadora de cada país sólo aprende a luchar en el curso de sus combates (...) la socialdemocracia (...) es sólo la avanzadilla del proletariado, una pequeña pieza del total de la masa trabajadora; sangre de su sangre, carne de su carne. La socialdemocracia busca y encuentra las vías, las consignas específicas, de la lucha de los trabajadores solamente en el curso del desarrollo de esta lucha, y adquiere la certeza del recto camino sólo a través de esta lucha.
De En la hora de la Revolución: ¿Qué es lo siguiente?
La espontaneidad está siempre mediatizada por la organización, así como la organización debe ser mediatizada por la espontaneidad. Nada puede ser más erróneo que acusar a Rosa Luxemburgo de mantener la idea de un espontaneísmo abstracto. Ella desarrolló la Dialéctica de la Espontaneidad y la Organización bajo la influencia de una ola de huelgas masivas en Europa, especialmente durante la Revolución rusa de 1905. En contra de la ortodoxia socialdemócrata de la Segunda Internacional, no consideraba la organización como el producto de la investigación científico-teórica del imperativo histórico, sino como el producto de la lucha de las clases trabajadoras.
«La socialdemocracia es simplemente la personificación de la moderna lucha de clases del proletariado, una lucha que es conducida por la conciencia de su propia consecuencia histórica. Las masas son realmente sus propios líderes, y crean dialécticamente su propio proceso de desarrollo. Cuanto más se desarrolle, crezca y se fortalezca la socialdemocracia, mejor encontrarán su propio destino las masas de trabajadores, el liderazgo de su movimiento, y la determinación de su dirección en sus propias manos. Y como todo el movimiento socialdemócrata es solamente la avanzadilla consciente del movimiento de la clase obrera, que en palabras del Manifiesto Comunista representa en cada momento particular de la lucha el interés permanente por la liberación y los intereses parciales de la fuerza de trabajo vis à vis con los intereses del movimiento como un todo, así dentro de la socialdemocracia sus líderes son los más poderosos, los más influyentes, los más preclaros y conscientes ellos se convierten simplemente en los portavoces de los deseos y anhelos de las masas ilustradas, simplemente los agentes de las leyes objetivas del movimiento de clase.» (De El liderazgo político de las clases trabajadoras alemanas)
y:
«La moderna clase proletaria no desarrolla su lucha de acuerdo a un plan establecido en un libro teórico; la actual lucha de los trabajadores es una parte de la Historia, una parte del progreso social, y en el centro de la historia, en el centro del progreso, en el medio de la lucha, aprendemos cómo debemos luchar... Esto es exactamente lo más loable, esto es por lo que este colosal trozo de cultura, dentro del moderno movimiento obrero, define una época: que las multitudinarias masas de obreros fraguan primero con su propia consciencia, con sus propias creencias, e incluso a partir de su propio conocimiento, las armas de su propia liberación.» (De La Política de las Huelgas de Masas y los sindicatos)

Crítica de la Revolución de Octubre

En un artículo publicado justo antes de la Revolución de Octubre, Rosa Luxemburgo caracterizó la Revolución rusa de febrero de 1917 como una revolución proletaria, afirmando que la burguesía liberal tuvo que ponerse en movimiento a causa de la demostración de fuerza del proletariado. La tarea del proletariado ruso era entonces acabar con la guerra imperialista (la Primera Guerra Mundial), además de luchar contra la burguesía imperialista. La guerra mundial imperialista maduró a Rusia para la revolución socialista. Así, «al proletariado alemán... se le ha plantado también una cuestión de honor, ciertamente fatídica».
Su aguda crítica a la Revolución de Octubre y a los bolcheviques disminuyó en la medida en que ella explicó los errores de la revolución y de los bolcheviques como «un completo fracaso del proletariado internacional» (Sobre la Revolución rusa). A pesar de toda su carga crítica, dejó claro como credencial de los bolcheviques que al menos ellos se habían atrevido a hacer la revolución.
«En esta erupción de la división social en el seno de la sociedad burguesa, en la profundización internacional y el enaltecimiento del antagonismo de clases radica el mérito histórico del Bolchevismo, y en esta proeza - como siempre en las grandes conexiones históricas - los errores y equivocaciones puntuales desaparecen sin dejar rastro.» (de Fragmentos sobre la Guerra, la Cuestión Nacional y la Revolución)
Tras la Revolución de Octubre, hacer ellos mismos una revolución se convirtió en una «responsabilidad histórica» de los obreros alemanes, y por tanto acabar con la guerra (La Responsabilidad Histórica). Cuando estalló la revolución en Alemania en noviembre de 1918, Rosa Luxemburgo inmediatamente comenzó a agitar para provocar una revolución social:
«La abolición de la ley del capital, la implantación de un orden social socialista - esto, y nada más, es el tema histórico de la presente revolución. Es una formidable empresa, que no puede desarrollarse en un abrir y cerrar de ojos simplemente mediante decretos desde arriba. Sólo puede llevarse a cabo a través de la acción consciente de las masas trabajadoras en la ciudad y en el campo, sólo mediante la más alta madurez intelectual y un inmarchitable idealismo puede ser conducida seguramente a través de todas las tempestades hasta arribar a buen puerto.» (El comienzo)
La revolución social demanda que el poder recaiga en las masas, en las manos de los consejos de trabajadores y soldados. Este es el programa de la revolución. Hay, sin embargo, un gran trecho entre un soldado - desde un «Guardia de la Reacción» - y un proletario revolucionario.

El papel del Partido

El partido, la guardia de asalto de la clase trabajadora, sólo tiene que dar a las masas de trabajadores la visión de que el socialismo es el medio que les liberará de la explotación, y promover la revolución socialista. Las contradicciones internas del capitalismo, el antagonismo entre capital y trabajo, mantendrá ocupada a la revolución. La revolución, así, educará a las masas, haciéndoles revolucionarios:
«La Historia es el único maestro infalible, y la revolución la mejor escuela para el proletariado. Ellas asegurarán que las "pequeñas hordas" de los más calumniados y perseguidos se conviertan, paso a paso, en lo que su visión del mundo les destina: la luchadora y victoriosa masa del proletariado socialista y revolucionario.» (Conferencia Nacional de la Liga Espartaquista)
El deber del partido consiste solamente en educar a las masas no desarrolladas para llevarlas a su independencia, hacerlas capaces de tomar el poder por sí mismas. Lo que el partido debe asumir es la educación en el elemento subjetivo de la Revolución, que es inculcar la conciencia de su misión histórica en la clase trabajadora. La revolución misma solo puede llevarse a cabo por la clase trabajadora. Un partido que hable por los trabajadores, que los represente - por ejemplo en el Parlamento - y actúe en su nombre, se enfangará y se convertirá él mismo en un instrumento de la Contrarrevolución.

Últimas palabras: creer en la revolución

Las últimas palabras conocidas de Rosa Luxemburgo, escritas la noche de su muerte, fueron sobre su confianza en las masas, y en la inevitabilidad de la revolución:
«El liderazgo ha fallado. Incluso así, el liderazgo puede y debe ser regenerado desde las masas. Las masas son el elemento decisivo, ellas son el pilar sobre el que se construirá la victoria final de la revolución. Las masas estuvieron a la altura; ellas han convertido esta derrota en una de las derrotas históricas que serán el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y esto es por lo que la victoria futura surgirá de esta derrota.
'¡El orden reina en Berlín!' ¡Estúpidos secuaces! Vuestro 'orden' está construido sobre la arena. Mañana la revolución se levantará vibrante y anunciará con su fanfarria, para terror vuestro: ¡Yo fui, yo soy, y yo seré!» (El orden reina en Berlín)

miércoles, 6 de junio de 2012

El Problema de la Fundamentación de la Ética

El problema al que hay que hacer frente desde el momento que hacemos una reflexión filosófica sobre nuestro orden de vida es el hecho de fundamentarlo. Fundamentar nuestra moral para poder justificarla, para poder dar razón de nuestro modo de vivir y de comportarnos en este mundo.
El término “metaética” fue utilizado por la filosofía analítica, en aras de ponernos frente a un “metalenguaje” desde donde poder explicar las categorías lingüísticas y objetuales que constituye el lenguaje moral o ético. Sin embargo el lenguaje nunca puede constituir por sí mismo una prueba suficiente del tipo de discurso al que haya de servir de vehículo dicho lenguaje. De ahí la necesidad de “dar razones” para justificar en cada caso los juicios hechos sobre tal o cual cuestión. Pues bien, una vez liberada nuestra razón práctica de los estrechos límites impuestos por el análisis lingüístico, consideremos a la metaética como aquel espacio donde se nos permitirá reflexionar sobre lo ético, sobre las distintas concepciones de lo ético, sobre las abstracciones que se hacen de lo ético. No es lo mismo pensar la moral en términos Deontológicos (del deber kantiano), que hacerlo en términos Teleológicos (del fin Aristotélico). Cuando reflexionamos sobre estas últimas cuestiones se diría que estamos llevando una reflexión metaética, sobre el fundamento, o falta de fundamento, de las doctrinas en cuestión.

Ahora, ¿es posible fundamentar la ética? Wittgenstein en su “tractatus lógico-philosophicus” de 1921 diría “Los límites del lenguaje coinciden con los límites del (mi) mundo y dentro de ellos no hay lugar para la ética” y “Es difícil predicar la moral, pero fundamentarla es imposible”, aunque un poco más tarde, en sus célebres conferencias sobre ética (1930) encontraremos a un Wittgenstein escindido entre la necesidad y la imposibilidad de hablar de ética:

Mi único propósito (…) es arremeter contra los límites del lenguaje. Este arremeter es perfecta y absolutamente desesperanzado. La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absoluto (…), no puede ser una ciencia. Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido a nuestro conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría

Esta perplejidad wittgenstiniana puede ser entendida como un término medio entre el dogmatismo y el escepticismo a la hora de hablar de fundamentar la ética. Como ejemplos de estos extremos podemos encontrar el dogmatismo de Alasdair MacIntyre, que propugna un rompimiento con la modernidad, y sus fracasados ideales ilustrados, a la vez que insta a un retorno a la fuente de la moral aristotélica (y Tomista, en última instancia). El otro extremo sería el escepticismo (que, al fin y al cabo, no dejaría de ser otra forma de dogmatismo) de Odo Marquard. En su libro “adiós a los principios” recomienda despedirse (no menos dogmáticamente que MacIntyre) de los quebraderos de cabeza originados por el debate en torno a cuestiones fundamentales, apostando por una filosofía de la incertidumbre.

Entonces, ¿Cómo encarar el debate fundamentalista de la ética?

En el siglo XX hubo muchos intentos de dotar a la ética de una fundamentación, de ellos destacamos los de raíz Kantiana, y entre estos, a dos autores: Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas.

Karl-Otto Apel y la Comunidad de Comunicación

Apel arremete este proyecto desde la hermenéutica y el “giro lingüístico” (aunque a juicio de éste, la existencia de muchos “metalenguajes” no tendría por qué impedirnos adivinar en su trasfondo el “Lenguaje” como la forma humana de vida por excelencia, conduciéndonos a descubrir una fundamental homogeneidad bajo la primitiva heterogeneidad de estos). Apel defiende, pues, la posibilidad de trascender desde el lenguaje mismo. Por eso Apel denomina a su proyecto como un “trascendentalismo”.

El trascendentalismo clásico hablaba de un “ente trascendental” para designar al “ente” resultante de hacer abstracción de todas sus determinaciones, lo que lo convertía en un “ente particular”. En la concepción kantiana del trascendentalismo se habla de una “conciencia trascendental” para referirse a la conciencia “común”, a la abstracción hecha de las determinaciones que las “particularizan”. Apel no tendrá entonces otro remedio que emprender una transformación lingüística del trascendentalismo kantiano. Apel se apoya para ello en el pragmatismo del siglo XIX, y más concretamente en Charles Sanders Peirce, su fundador. Pierce insistirá en que el saber humano necesita, para poder ser transmitido, de la mediación de unos signos interpretables (de ahí se sigue la necesidad de un intérprete). Pero ahora bien, como lo efectivamente conocido o interpretado no coincide sin más con lo “potencialmente” cognoscible e interpretable, el interprete de debería verse epistemológicamente obligado a considerarse a sí mismo inserto en una “ilimitada comunidad interpretativa” El límite ideal de esta comunidad coincidiría con el del incremento posible del conocimiento. Si los miembros de esa “comunidad Ideal” fueran “perfectamente racionales”, llegarían, a través de un proceso de investigación, a ponerse de acuerdo sobre una “opinión final” común a todos ellos. De suerte que su consenso intersubjetivo, se convertiría en garantía de la objetividad. Pero ya que tal proceso tiene lugar en una “comunidad Real”, en condiciones de “imperfecta racionalidad”, la incertidumbre del resultado necesitará verse compensada por un “principio ético” que obligue moralmente a sus miembros a secundar aquella “aspiración de consenso”, y con ello se daría entrada a la razón práctica en el terreno de la razón teórica. Lo expuesto arriba representaría el “fundamento de la comunidad ideal de comunicación”, teoría ésta llamada a su vez a fundamentar la ética.

Apel hará del consenso de los miembros de tal comunidad el análogo lingüístico de la conciencia transcendental kantiana, esto es, de la conciencia en cuanto tal. Kant daba el nombre de “apercepción transcendental” a la auto percepción de un hipotético sujeto transcendental, cuyo “yo pienso” habría de hallarse presupuesto en todos y cada uno de sus actos cognoscitivos y cuya constitución vendría a ser el fundamento “a priori” de todos nuestros conocimientos. Para Apel, aquel sujeto ya no era individual, habría quedado transformado en “comunidad” de sujetos que idealmente se comunican entre sí para compartir conocimientos.

La relación cognoscitiva tradicional que se basaba en la relación entre un sujeto y un objeto habría pasado a basarse en una relación entre- sujetos- intersubjetiva, haciendo radicar en esa intersubjetividad la mejor garantía de la objetividad. Esta objetividad toma forma en el consenso de una comunidad de sujetos, y puesto que dicho consenso lo sería dentro de una comunidad de comunicación es imprescindible que exista un diálogo intersubjetivo para alcanzarlo.
Así entendido, nos convertiríamos en portavoces de nosotros mismos, sustituyendo el Logos “monológicamente impartido” por el Logos “dialógicamente compartido”, esto es, el Logos transformado en Dia-Logos, convertido en un bien público.

Pero, puesto que el acto comunicativo o discursivo se da en comunidades reales, con intereses contrapuestos, Apel tiende la posibilidad de que exista un acuerdo previo, una normativa previamente acordada que asegurase el carácter moralmente vinculante de todo consenso surgido de la comunidad discursiva. Pero, ¿qué clase de fantasmagórica comunidad sería esa apriorística y perfecta comunidad ideal, encargada de fundamentar los contratos vinculantes en las precarias comunidades reales? Apel salda esta objeción razonando que el “a priori de la comunidad de comunicación” es un principio regulativo, más que constitutivo de la comunidad real: “La comunidad ideal se halla de algún modo presupuesta, y hasta anticipada en la real, a saber, como posibilidad objetiva de la misma.” La distancia que separa las apelianas comunidades (la real conocida y la ideal imaginativa) quizá no sea sino la destinada a separar el SER de la primera y el DEBER de la segunda. Deber moral que no hay que ubicar en otro mundo distinto al nuestro, puesto que lo que llamamos “deber ser” se reduce a la expresión de nuestra insatisfacción con lo que este mundo “es”.

Jürgen Habermas y la Ética Discursiva

Habermas comparte con Apel su interés por las cuestiones fundamentales del discurso, pero renunciando definitivamente a la pretensión de establecer fundamentaciones últimas. En su texto “Ética del Discurso”, recogido en su libro “Conciencia Moral y Acción Comunicativa” (1983), Habermas añade a la concepción de la racionalidad como argumentación, la “lógica de la argumentación”. Esta lógica sería pragmática y estaría encargada de determinar el “valor” del argumento dado.
La validez del argumento no puede descansar en la confianza depositada en una moral establecida, vigente en nuestra sociedad, pues equivaldría a confundirlo con el correlato institucional. Para Habermas el principio de universalización kantiano, destinado a colmar nuestra aspiración de universalizar nuestras máximas morales, está más allá de la moralidad normativamente vigente.

La pregunta ¿Qué debo hacer? es para Habermas de una naturaleza muy distinta a las preguntas ¿Qué puedo hacer?, o, ¿Qué quiero hacer?, pues mientras que las respuestas a las últimas no requieren justificación por nuestra parte, la respuesta a la primera, no solo admite sino que exige una justificación por medio de razones. Así pues, “lo que debo hacer” será “aquello que tengo razones para hacer”, y, así mismo, esto es extensible a la pregunta “¿qué debemos hacer?” en el plano de las decisiones colectivas, cuya respuesta no sería otra que “lo que tenemos que hacer será aquello que tenemos razones para hacer”. Aquí es donde entraría en acción el principio de universalización kantiano formulado por medio del imperativo categórico:
 “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. Formulación monológica que Habermas prefiere reformular dialógicamente:

 “En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás, con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad”.

Pero” ¿Y qué si no hago lo que debo?”, esta pregunta de Wittgenstein, podría ser replanteada como “¿Por qué debo hacer lo que debo hacer?”, equivalente a su vez a la pregunta “¿Por qué ser moral?” Estas preguntas son las que habrían estado latiendo bajo la pretensión fundamentalista de la ética de Apel. Si para Habermas “deber hacer algo” significa “tener razones para hacerlo”, “ser moral” significaría “ser racional” y la pregunta “¿Por qué ser moral?” significaría “¿Por qué ser racional?”
Habermas no cae en la tentación de responder a esta última pregunta con la observación apeliana de que, al preguntar tal cosa, YA se están demandando razones, y YA se está dando por presupuesta la racionalidad. Ante tal pregunta, reconoce Habermas que no existe ya manera de argumentar ni de llevar la argumentación hasta sus últimas consecuencias. Y todo ello sin perjuicio de que uno mismo continúe manteniendo su opción por la racionalidad y su disposición a proseguir la práctica argumentativa. Porque quien opta por la racionabilidad no está llevando a cabo “un acto irracional de fe en la razón” sino sencillamente un acto de buena voluntad en su acepción kantiana.

Por otra parte, en el “imperativo habermasiano”, ¿Qué hemos de entender por “discursivamente”? , ¿Es tan sólo un sinónimo de “democráticamente”? Tengamos en cuenta que Habermas presta más atención a la interpretación del resultado de la liberación pública en términos de un consenso racional a lo Apel, que al simple recuento de los votos en una consulta electoral sobre el asunto debatido.

Para finalizar, es del todo necesario hacer una crítica al trascendentalismo de Karl-Otto Apel, ya que éste parece haberse olvidado por completo del sujeto, del individuo real de carne y hueso, del sujeto moral, sustituyéndolo por un fantasmagórico sujeto trascendental diluido en la Comunidad Ideal de Comunicación. Resulta muy dudoso hablar de una “conciencia moral en cuanto tal” que trascienda a los individuos, y es también imposible hablar de un SUJETO MORAL (con mayúscula), sino más bien, podemos hablar de unos sujetos morales (con minúscula) que somos nosotros.
Sin duda, a tales sujetos con minúscula les seguirá siendo posible dar y recibir entre sí razones de sus convicciones, lo que según Habermas, asegura la posibilidad de la argumentación racional en el terreno de las discusiones morales, éticas o metaéticas.

José Antonio Marín Díaz

martes, 5 de junio de 2012

Racionalidad de la ética

Racionalidad de la Ética 
Razón Teórica y Razón Práctica 

Uno de los grandes problemas a los que se han enfrentado los teóricos que han estudiado los asuntos relacionados con la ética a lo largo de la historia, es el de su propia especificidad, esto es, a "qué" podemos denominar ética o, en otras palabras, qué es "lo" ético, como distinguir aquello que cualitativamente llamamos ético. La sinonimia existente entre ética y moral, términos ambos que podrían ser traducidos como “costumbre”- aunque tal denominación no hace del todo justicia a los ricos y sutiles significados que podemos deducir de estos vocablos-, es muy reveladora.
En primer lugar, la Moral puede ser entendida como costumbre, pero esa costumbre vendría a significar el ejercicio de aquellas acciones que nosotros realizamos “por costumbre”, es decir, inspiradas por unos valores personales y unas normas que en mayor o menor medida nos auto-imponemos. En segundo lugar, por Ética podemos entender aquella acción, o reflexión filosófica acerca de nuestra estructura moral, acerca de aquellas nuestras acciones. Esta distinción entre lo pensado y lo vivido, es el paralelo aristotélico que distingue entre la ciencia, que se ocupa de lo “necesario”, aquello que no puede ser de otra manera, y la filosofía, ocupada en aquello que es “contingente”, aquello que puede ser de múltiples maneras posibles, y ante lo que no se puede aplicar un análisis empírico-científico.

Así pues, Aristóteles traza una clara distinción entre la razón teórica y la razón práctica, distinción ésta que más tarde recogería Kant en sus célebres críticas. Pero aún dentro de estas “teorías sobre la razón práctica”, Aristóteles también distinguió entre dos formas de hacer, es decir, de actuar. Dividió la misma práctica en: Práxis, y Poiesis, de modo que fuesen dos conceptos separados. Por Práxis podemos entender el proceso dinámico al realizar una acción, es decir, no se agota cuando alcanza la finalidad de la acción concreta; Es un proceso y resultado de actuar. Mientras que con Poiesis entenderíamos aquello que es el resultado concreto de hacer algo, el producto resultante de la acción, que se determina a posteriori. Por tanto práxis, en cuanto acción permanente, es un concepto que podríamos asimilar fácilmente a nuestra razón práctica. Constantemente tenemos que actuar, que realizar acciones, sin intuir cual haya de ser el resultado final de tales actuaciones. Por eso mismo, la razón práctica no se puede confundir con la razón científica, que se ocuparía de aquello que “no puede ser de otra manera de la que es”, porque ésta razón está atada por las leyes de “lo necesario”.

Sin embargo no está del todo claro en la filosofía de Aristóteles que nuestras acciones estén guiadas por un tipo de juicio independiente de nuestros juicios científicos. Nuestras convicciones acerca de lo que deberíamos hacer parecen estar fundamentadas, en última instancia, por nuestras creencias acerca de lo que hacemos. Esto es así porque si el ser humano conociese cual es su Télos, su fin natural, obraría consecuentemente para alcanzarlo, y no habría lugar para actuar de otro modo posible, porque ese fin tendría su fundamento en el propio ser del hombre. Es por eso por lo que podemos hablar de una fundamentación ontológica de la ética aristotélica.

 Kant, sin embargo, en su formulación y crítica sobre la razón práctica, renunció radicalmente a basar la ética en una ontología, en una teoría del “ser”. Para Kant, la racionalidad práctica de nuestras convicciones tiene que ver, no con aquello que creemos que “es”, sino con aquello de lo que estamos convencidos que “debe ser”, aún cuando nunca haya sido y es improbable que vaya a ser. Estableció una total independencia de la ética, ocupada de lo que “debe ser”, respecto de la ontología, ocupada en consideraciones relativas sobre lo que “es”. A partir de aquí, se deduce que los fines que persigue el hombre ya no vienen ontológicamente asignados, sino que habrán de ser éticamente construidos.

El hombre moderno, el homo economicus, desnaturalizado, atomizado, ha perdido también ese “ser social” que le correspondía como fin natural, en cuanto miembro de la polis (o como miembro de una verdadera religión). La sociedad moderna hubo de ser reconstruida sobre unos nuevos cimientos. Como ya no existía un fin natural, una finalidad comunitaria, el individuo tuvo que habérselas con su propia individualidad. Es por eso que la modernidad, y Kant en concreto, conciben la ética como una práctica, no impuesta heterónomamente, sino autoimpuesta por el propio individuo.
Las palabras del propio Kant no dejan duda de ello:

“La filosofía práctica es una ciencia que versa sobre las leyes objetivas del libre albedrío”

Kant, consciente de que es el individuo, el sujeto moderno, el que ha de tomar las riendas de su propia moralidad, construye a partir de ahí un “edificio normativo”, de modo que el hombre pueda entrar en él y sentirse seguro, sobre una nueva fundamentación.

Básicamente, Kant distingue tres tipos de imperativos en orden a construir un nuevo sistema ético: un imperativo de habilidad, un imperativo de sagacidad, y un imperativo de la moralidad. Baste decir de los imperativos de habilidad, que el fin que persiguen es utilitario, en base a mis propios intereses en un momento dado, y de los de sagacidad que es la destreza en el uso de los medios a fin de alcanzar el fin universal de todo ser humano: La Felicidad.

Pero los imperativos morales han de ser explicados con mayor detenimiento, pues constituyen el núcleo de la ética Kantiana. Antes de detenernos en este tercer tipo de imperativo, apuntar que la “razón instrumental”, esta concepción de la razón encarnada en los imperativos anteriormente vistos, fue implantándose progresivamente en la sociedad moderna hasta llegar a ser sinónimo de “Racionalidad”. Hoy día lo podemos comprobar fácilmente si aplicamos tal término, por ejemplo, a la economía capitalista, la organización burocrática de la sociedad, al “monoculturalismo homogeneizante”, etc. Si bien, esta “racionalidad” por un lado habría servido para liberarnos de supersticiones, prejuicios y errores pasados, (fruto de las tradiciones culturales o religiosas), también es cierto que no llevó aparejado un progreso moral. El desencantamiento, sobre todo religioso, trajo consigo un vacio de sentido, de metas comunes, lo cual, dicho sea de paso, aprovecharon las fuerzas económicas y burocráticas para dominar hasta la última parcela del individuo a través de sus eficientes mecanismos de explotación.

Ahora si, el tercer imperativo Kantiano, el imperativo moral, no es de la misma naturaleza que los anteriores. En éste, su fin nunca está determinado, ni la acción se halla determinada por un fin que cumplir, sino que se dirige a la autonomía y a la libertad del individuo, independientemente de cual fuere el fin. Nuestro libre albedrio, nuestra libertad para hacer o deshacer, posee en sí mismo “el bien”, de modo que el ser humano es de por sí un sujeto moral. El individuo ha de cumplir libremente con su deber, y esto no por ser una obligación impuesta externamente sino porque su capacidad de decisión está gobernada por un imperativo moral que le impulsa a obrar deontológicamente. Aquí se encuentra el núcleo de la "confrontación" entre lo que "es" y lo que "debe ser", o para entenderlo mejor, entre lo que "hacemos" y lo que "deberíamos hacer", entre como "actuamos" y cómo "deberíamos actuar" ante los inmensos retos éticos de la vida que antes comentabamos.

En el siglo XX, el intuicionismo ético, la ética analítica, o el pragmatismo, por poner algunos ejemplos abordaron esta cuestión desde distintos ángulos. Lo cual nos debería llevar en la actualidad a reflexionar sobre los dos planos éticos nombrados, el primero, allí donde transcurre la acción valorativa y normativamente inspirada, y el segundo, allí donde se nos permite reflexionar crítica y filosóficamente sobre esos valores y esas normas. Pero también a reflexionar, así mismo, sobre la necesidad de añadir un tercer plano al que podríamos denominar Meta-ética, destinado a permitirnos reflexionar sobre las doctrinas éticas desde donde se llevan a cabo las distintas reflexiones sobre la ética.  

Autor: José Antonio Marín Díaz